Por: Rafael Gonzales & Alejandro Toyco
La democracia liberal ha envejecido muy pronto: y ha envejecido mal, es como seguir rentando VHS en la era del streaming. Ha agotado sus recursos. No es buena ni mala, simplemente ya no funciona. Tardó dos siglos en consolidarse contra los estados autoritarios y las instituciones arbitrarias, y, poco a poco, se ha ido desmoronando hasta quedar frágil. «Nadie nos representa» se dice. «Nada nos representa», se piensa. ¿Por qué?
Manuel Castells, sociólogo, profesor universitario, ministro de Universidades del gobierno español, analiza el desplome de la democracia liberal. Y nunca como hoy son útiles sus reflexiones para volver a pensar en los sistemas democráticos del mundo y sus falencias.
En su libro RUPTURA: crisis de la democracia liberal (Madrid: Alianza. Editorial, 2017).hace una radiografía de la sociedad en la que vivimos: una desconectada de las cosas, de lo político, de su identidad. Para él hay muchas causas para esta crisis, que se refuerzan unas a otras como un tejido o RED.
La globalización arrastró desventajas que no habían sido previstas. Al inicio algunos ESTADO NACIÓN se juntaron y formaron un ESTADO RED, como la Unión Europea. Si bien aumentó el crecimiento económico, amplió las desigualdades sociales: los ricos son más ricos; y los pobres, más pobres. Y las soluciones a los problemas de cada ESTADO-NACIÓN se fueron tomando cada vez más lejos de ellos, en instancias que los superan, generando recelo. La respuesta más evidente fue volver a lo propio: salir del gran conjunto —caso brexit— y retornar a la nación, en algunos casos recluirse en ella. El peligro de esto fue el vuelco a los nacionalismos y, por lo tanto, a regímenes autoritarios. (Trump en EE. UU, Macron en Francia. Bolsonaro en Brasil ). En consecuencia el rechazo a lo extranjero: lo que está más allá su frontera.
El miedo a lo desconocido.
El surgimiento de la política del terror, principalmente en el Oriente Medio, ha puesto en estado de alerta permanente a Europa. Es allí donde los grupos terroristas — en respuesta al rechazo, humillación y desprecio que existe de la cultura occidental — han estado generando alarma. En ese sentido, Castells (2017) menciona que: “Es así como la democracia liberal, ya debilitada por su propia práctica, va siendo socavada por la negación de sus principios, forzada por el asalto del terrorismo”. (p.34).
Hay una crisis de legitimidad y representación política. Mientras la mayoría de ciudadanos piensen que no viven en una democracia, entonces esta no existe. Esta mayoría tampoco cree en los políticos porque están desprestigiados en los medios de comunicación y en las redes sociales. Primero porque si uno no sale en pantalla, no existe. La pantalla es el escenario donde cobran “vida” como tales, es ahí también donde se construyen las opiniones y los comportamientos políticos. Un segundo escenario son las redes sociales, que se convierten de acuerdo a su uso en un arma de doble filo. El internet rompe el monopolio de la información pero también permite la desinformación, abundan las FAKE NEWS, y en el mundo virtual los rumores carecen de autoría; solo tienen portadores. Como los virus.
El mensaje de la política en los medios es simplificado. Se trata de ser convincente, es decir de buscar la capacidad de construir una RED de confianza y crea esa confianza alrededor de una persona, de un rostro. Esto da pie a otra cuestión clave: la denominada «política del escándalo», que, con difamaciones, ataca la imagen de una persona, esa imagen que pudo haberle costado años en construir y que en apenas unos segundos puede ser dañada.
La corrupción política es más vieja que uno, viene de cuando se leía con velas. ¿Pero por qué ahora tiene más importancia? Castells deja abierta la interrogante, pero responde de manera tentadora que quizás se deba a los medios independientes: que al hacer más visibles las problemáticas, llega a más ciudadanos; pero eso no quita que la indignación aún no supera las ansias de hacer algo. La moneda del cambio necesita que ambas caras se den a la vez: que el activismo de redes se refleje en movilizaciones sociales.
Además está la economía criminal, la cual intimida, neutraliza y corrompe a las instituciones del estado —a los distintos poderes ejecutivo, legislativo y judicial—. Esta economía al formar parte del proceso de producción no puede ser borrada fácilmente; tiene las raíces profundamente engarzadas en el terreno político-económico.
En conclusión para Castells, la democracia liberal cumplió su ciclo. Se produjo un quiebre, una ruptura. El desarrollo tecnológico cada vez aumenta, pero se produce un retroceso en el aspecto ético de la política actual. La ciudadanía dejó de creer en ellos. Entonces ¿Puede existir una nueva democracia? Quizás, a través de la hipótesis del caos, para así poder aprender a autogestionar y “construir” una sociedad democrática y justa.
Ruptura. La crisis de la democracia liberal. Madrid: Alianza. Editorial, 2017.