Sucede a veces que sólo percibimos las
calidades secretas o entrañables de
una ciudad por el amor (necesariamente
público) que algunos le profesan. Por
medio de ese interés, de ese trato
vigilante, nos allegamos determinados
estímulos psicológicos, ciertas
compensaciones visuales o sociales
que, de pronto, revelan trasfondos
o apariencias de la ciudad
(Carlos Monsiváis – Salvador Novo)
La Línea 1, en el tramo que recorre San Juan de Lurigancho (SJL), es una estructura moderna de transporte masivo. Sus instalaciones son antisísmicas, seguras y amigables al usuario. El trabajo que implicó tamaño sistema de transporte fue bastante arduo. Es indiscutible su rapidez y la relativa tranquilidad en el transporte, pero en ‘hora punta’ es una odisea abordar los vagones. Se debe sortear mochilas, codazos y empujones de las personas. El darwinismo social se renueva de vitalidad: el más hábil aborda el tren.
Al entrar o salir de las estaciones, los negocios, con olfato de lobo, se acomodan alrededor de las instalaciones. Mototaxistas, ambulantes, e incluso vendedores de empresas de telefonía móvil, son bienvenidos por la necesidad del pasajero de complementar un viaje, donde no importa si gastan más que en su pasaje electrónico. Los pasajeros caminan, como peregrinando hacia la estación, entre golosinas, smartphones, cañas de azúcar, discos piratas, panchos y teléfonos alquilados para comunicarse, con solo cincuenta céntimos. El mito es realidad: San Juan de Lurigancho es cuna de emprendedores.
Joao, un joven de 19 años que vende CD’s y Blue Ray’s pirata, cuenta que la mayoría de vendedores empezaron desde la génesis del tren. ‘Muchos estuvieron aquí desde el inicio, yo recien llevo un año’. Y no se queja, de viernes a lunes se encarga de destruir el copyright, ‘esos días siempre me compran más’, así construye el caudal de su negocio fuera de la estación Bayóvar. (Los fines de semana despegan de las lejanías de esta estación hacia el Centro del Distrito: supermercado Metro).
Pero Joao y los demás pagan un precio. ‘Serenazgo no nos molesta porque ayudamos, entre todos pagamos cincuenta céntimos para que limpien todo’. Compleja situación. Por un lado, es un indicio de corrupción por parte de los serenos al no cumplir con el deber de retirarlos, por dos motivos: son ambulantes y están cerca a la salida de los pasajeros, generando caos.Pero, ¿y su derecho al trabajo? Tienen la sensación de ganárselo, la cultura de la ‘china’, moneda simbólica del limeño, los posiciona en el podio (y el defecto) del emprendurismo: todo vale con tal de ganar dinero.
El tren y sus instalaciones se convierten en una extensión de la idiosincracia limeña.
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Caja de Agua, Pirámide del Sol, Los Jardines, Los Postes, San Carlos, San Martín, Santa Rosa, Bayóvar. Lúdicos nombres de las estaciones que recorren gran parte de la av. Próceres de la independencia.
Casi siempre repletos, los vagones intentan brindar un servicio confortable. Frenan con cautela, recuerdan las normas de uso e, incluso, brindan aire acondicionado. También ofrecen una vista agradable de los cerros y de las casas multicolores de San Juan de Lurigancho. No se pelea con sus homólogos por atraer más pasajeros. No se estaciona por más de treinta segundos. No lo dirige un vulgar dictador de reglas de comportamiento. No contamina y no usa papel para registrar su trayecto. Es (o debería ser) el transporte idílico de Lima.
Desde Bayóvar hasta Los Jardines hay tan solo diez minutos de viaje. Suenan las alarmas y deben bajar para que los demás pasajeros aborden el tren. El administrador de la estación ayuda a una joven. Su celular se cayó en las vías, cuyo ingreso está penado.
¿Cómo se percibe el servicio que ofrece la Línea 1? ‘La mayoría no está contenta con el servicio’, comenta el administrador de la estación Los Jardines. Muchos no quieren acatar las normas, ‘¿por qué ponen semáforos? No puedo llegar tarde a mi trabajo’, ‘ay, el tren mucho se demora ¡y encima viene lleno!, son algunas expresiones de quienes no se contentan con el servicio de trenes más barato de Sudamérica.
‘Pero yo te aseguro que las personas discapacitadas sí están felices’. Es otra historia para las personas que andan en silla de ruedas. Siempre un personal de Concar, concesionaria de la Línea 1, los ayudan a abordar el tren. Los derivan a otro personal en la estación de destino, y los llevan a la salida.
Es difícil cambiar rápidamente de usar combis, couster o microbuses, a usar un tren eléctrico. Quizá no nos hemos adaptado a unas políticas de uso tan correctas. ‘La gente es bruta’, otra frase del limeño promedio, curiosa manera inconsciente de diferenciarse de los demás ubicándose en un estrato más alto, ‘La gente [y yo no] es bruta’. Quizá estamos acostumbrados al maltrato, a las riñas con los cobradores, con los choferes, a ganar, a sentirnos más fuertes ante personas que nos ofenden. Quizá sea una actitud general del ciudadano. Quizá tales maltratos se han somatizado: nuestros problemas psíquicos se volvieron orgánicos, por eso no toleramos la tranquilidad que se nos impone en el tren, a pesar de no existir razón suficiente para romperla y empujar y gritar a toda costa a quien estorbe en la entrada o salida de los vagones, con tal de ganar un ínfimo espacio.
Créditos: César Zevallos