Fotografía: Jezabel Quintanilla
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Post Covid-19: «Aún seguimos juntos»

El 15 de marzo comenzó todo. Una cuarentena obligatoria. El Perú se paralizó. Saber que estaríamos en una cuarentena me hizo recordar aquellas películas de ciencia ficción que había visto durante mis 55 años. 

Ver a los militares en las calles, me hizo recordar los años 90 cuando un virus llamado “terrorismo” invadió cada parte de mi hermoso Perú. El COVID-19 me hizo recordar las secuelas de nuestro pasado. Poca infraestructura en los hospitales. Falta de médicos. Ignorancia de la población en no acatar las órdenes. Todo un caos.

Quién iba a pensar que un virus tan contagioso iba a aparecer para cambiar los planes de tantas personas, lo más triste es que aún no lo hemos vencido.

Las primeras semanas vivimos asustados, sin salir de casa, escuchando y viendo las noticias. Terminaba la cuarentena y comenzaba otra, así fueron aquellos días.

Muertos en las calles. Hospitales que ya no daban abasto. Mi familia y yo asumimos que si el virus nos alcanzaba moriríamos en casa . Estábamos resignados. La curva de fallecidos no descendía. Estábamos asustados. 

Así pasaron 7 meses y el invitado que nadie quería había llegado a visitarnos. Sin preguntar se quedó con nosotros por casi un mes.

La fiebre comenzó un 8 de septiembre, traté de imaginar que solo era una gripe. Pero no, en los siguientes días los demás integrantes de mi familia también se enfermaron. El dolor de cabeza era intenso. El dolor de las articulaciones fue algo indescriptible. Y el sudor era imparable, era como si todo mi cuerpo estuviera luchando contra una caminadora sin detenerse. 

El dinero se terminaba en casa, ningún bono del estado nos tocó. Muchas personas perdieron su trabajo. La inestabilidad económica se hizo presente en cada hogar del Perú.

El 14 de septiembre comencé a sentirme peor, todos los demás ya estaban mejor, pero yo no. No les dije nada a mis hijos para que no se asusten. Sentía que de esa noche no pasaba. Nunca me había sentido así. No podía ni amarrarme los pasadores de los zapatos. Casi no podía respirar.

Llamé a mi esposa. Le pedí unas hojas y un bolígrafo en donde anoté mis cuentas del banco y sus claves. Esa noche comencé a escribirle cartas a cada uno de mis familiares. Respirar se me hacía cada vez más difícil, nunca me había costado tanto escribir y respirar a la vez. Imaginé que el día siguiente no llegaría.

El 15 de septiembre me di cuenta que seguía aquí, de la nada se me abrieron los pulmones y sentí que respiraba mejor. Habia vuelto a nacer. Al parecer el momento más difícil había pasado.

El 30 de septiembre ya todos pudimos salir de la cama y comenzamos a realizar nuestras actividades. Pero, el visitante nos dejó unos obsequios para recordarlo. Ahora debíamos luchar contra las secuelas. 

El cansancio extremo fue el primero en aparecer, caminaba durante 30 minutos y ya me sentía agotado. Ir a los servicios higiénicos se volvió una travesía, me sentía como Odiseo luchando con los metros entre mi cuarto y el baño. El agotamiento era como si hubiera corrido una maratón. Mi cuerpo no era el mismo.

Mi hija se cansaba de solo hacerse una trenza en el cabello. Ambos fuimos a los que el Covid más nos quiso.

El dolor de espalda era destrozador. Sentías como si algo te presionaba por dentro y por fuera a la vez. No podía estar sentado por mucho tiempo. Eran como hincones en diferentes partes de la espalda.

El dolor en el medio del pecho al entrar el aire o caminar mucho, era una nueva sensación, yo creaba en mi cabeza los peores pensamientos. Creí que mi corazón ya no sería el mismo.

La pérdida del olfato, esto si fue algo nuevo para mí. No sentía nada por más que intentaba oler objetos al acercarlos cerca a mi nariz. Comprendí por segunda vez, lo  poderoso y real que es este virus. 

Dolores de cabeza aparecían de vez en cuando. Eran intensos pero de poca duración. el paracetamol nada podía hacer contra ellos.

La sudoración no era como en los inicios de la enfermedad pero seguía presente. Aunque mi cuerpo ya no sudaba como antes, debía secar cada media hora el sudor que se alojaba encima de mi nariz.

Ha pasado un mes de todos los sufrimientos y casi no tengo secuelas que pueda sentir mi cuerpo, pero han quedado secuelas en mi alma.

El sentir la muerte tan cerca y el no poder hacer nada para evitarla me hizo sentir tan mortal. Pensar en que no quiero morir y saber que algún día llegará la muerte, me hace amar la vida mas que antes.

El haber superado la enfermedad sin sentir que lo conseguiría me ha hecho valorar las pequeñas y sencillas cosas de la vida. Ahora comer una fruta me hace feliz. Mirar el cielo me hace feliz. Respirar me hace feliz. Todo me hace feliz.

El saber que el virus no se ha ido y que nos podemos reinfectar me mantiene asustado. La secuela más grande que nos ha dejado esta enfermedad a los que más nos ha afectado, es el miedo. Miedo de pasar por lo mismo otra vez, miedo por morir. 

Mi esposa, hijo e hija y yo seguimos juntos, espero que muchas familias pueden decir lo mismo…