El televisor de un restaurante indica la hora: Diez minutos pasados las siete de la noche. El cielo se ha ensombrecido más temprano de lo habitual. Por su parte, el viento que corre como si de una maratón se tratara desanima a los caminantes. Los pasajes que rodean la plaza San Martín lucen oscuros con postes de luz que no alumbran y ahora sirven como estacionamientos de basura. Están casi deshabitados con excepción de un hombre orinando tras un árbol y el típico borrachito aferrado a una botella de ron barato y una bolsa de caramelos, probablemente la única fuente de ingreso que tiene para saciar su vicio. Sin embargo, entre sombras, una ráfaga de luz alumbra parcialmente el monumento del libertador. El histórico Jirón de la Unión se abre paso. Una de las zonas más concurridas del Centro de Lima.
El contraste es evidente. Las casonas coloniales de corte barroco ocultan su deterioro con reflectores cargados de letreros promocionando diversas marcas. Viviendas que en su época más gloriosa albergaban a la aristocracia limeña hoy son alquiladas para restaurantes de comida rápida, tiendas de ropa, centros de tatuado con dudosas condiciones higiénicas e incluso venta de juguetes sexuales. Cada cuadra tiene un olor característico que puede ser pollo a la brasa, pizza o canchita. Un niño regordete con los labios brillantes le señala a su padre la gigantografía de Norky’s que muestra presas crujientes de pollo broaster – Hijo, mejor te compro un helado, ¿ya? – ¡No! ¡Yo quiero eso!, replica el pequeño antes de iniciar un berrinche.
Ha transcurrido solo una hora, pero la cantidad de gente se ha multiplicado. A duras penas se pueden ver las baldosas del suelo. Los ciudadanos caminan chocando codos y mirando hacia abajo para evitar pisarse entre sí. El barullo es opacado por una melodía impecable. Un hombre vestido de sastre con indicios de calvicie está tocando el saxofón. La canción que interpreta es el clásico “Chiquitita”. Tiene el rostro rojo y la frente decorada con gotitas de sudor. Sus expresiones se hacen más toscas con cada resoplo que se intensifican en la parte del coro. Poco a poco más curiosos se empiezan a acercar. Una señora se detiene a grabarlo para actualizar su estado de WhatsApp y se retira despreocupadamente. Al sentirse observado, más de lo usual, con la mirada me dirige hacia una pequeña tarima que contiene una lata con un par de monedas y al menos cien tarjetas del saxofonista. “Amenizamos todo tipo de eventos sociales. José Perez”.
Cuadras después, la melodía del saxofón ha desaparecido, a su reemplazo hay un coro de ambulantes con diferente discurso que no se logra distinguir. Dos filas paralelas se vendedores ambulantes se han establecido en medio del pasadizo. “A diez, a diez” grita un venezolano que ofrece imitaciones de billeteras Renzo Costa mientras posibles clientes se empiezan a acercar. Al costado, vendedora con un brazo sostiene a su bebé y con el otro carga una tabla con relojes verdes y fucsias “A veinte soles los relojes”, “Colores bonitas para el verano”, “Lleve, caserita”, “También tengo acuáticos”. Minutos después, chalecos azules se hacen presentes. Es el personal de control y fiscalización que empieza a ahuyentar comerciantes móviles amenazándolos con llevarse sus mercaderías. Los ambulantes recogen sus cosas para desplazarse a la siguiente cuadra. Este proceso se repetirá durante una hora hasta que finalmente la seguridad logra su cometido.
Existe una cuadra que no ha sido atiborrada de ambulantes, esa es la cuadra de las estatuas vivientes. Cualquier visitante de Jirón de la Unión tiene que haber visto por lo menos una. Personas que se disfrazan de algún personaje particular para quedarse horas de horas con la finalidad de recibir unas cuantas monedas que les permitan subsistir. Esta noche se encuentra un luchador de artes marciales. Lleva un atuendo curo color original era rojo con parches cada dos centímetros. Se ha pintado el rostro de blanco, pero a esta hora el sudor ha generado que la pintura de desprenda en la nariz y la frente. Se encuentra sobre una tarima pequeña que tiene una lata oxidada al costado. Hace movimientos que simulan ser artes marciales con su nunchaku, arma tradicional que consta de dos palos pequeños atados a una cuerda, cada que alguien lanza una moneda. Su aspecto descuidado y poco producido no le están generando muchas ganancias. Pasos más adelante hay una estatua que se está llevando toda la atención. Valiéndose de la gran popularidad del payaso villano, Javier ha decidido disfrazarse del Guasón. Terno rojo, chaleco amarillo; cara blanca, párpados azules y una sonrisa perturbadora. Como accesorio símbolo tiene un cigarrillo sin encender, babeado hasta la mitad que ha cobrado un tinte rojo por la pintura. Cada cierto tiempo se lo mete a la boca La gente se alborota. Los niños y jóvenes quieren tomarse fotos con el enemigo de Batman. Imita casi a la perfección la risa enfermiza del villano, pero solo la imita cuando cae una moneda en su lata – A ver ríete otra vez – Con la plata baila el mono, responde a un señor que quiere tomarle una foto sin pagar.
Cerca de las nueve, euna pareja pequeña que con dificultad logra cruzar la Plaza de Armas por sus piernas cortas. Son Chatín y María, famosos actores cómicos que trabajaban en la televisión hace solo cinco años. Se han disfrazado de la pareja de terror favorita en temporada de Halloween: Chucky y Tiffany. Sus trajes están muy bien producidos, después de todo, la fama no les ha sido tan ingrata. Se ubican en la misma cuadra de las estatuas vivientes, la diferencia es escandalosa. A penas se establecen en una esquina la gente los reconoce y se amontonan alrededor. María luce avergonzada y tímida. Incluso luce incómoda y posa seria para las fotos. Saca paletas de una pequeña mochila y las empieza a ofrecer a cambio de una foto. Mientras Chatín luce simpático y actúa cómicamente para hacer reír a los niños y padres. En solo quince minutos han vendido toda la mochila de paletas. Aún les queda una caja. El éxito provoca que María cambie su estado de ánimo y sea más cordial con el público, pero fiscalizando el cobro de todas las paletas – Hey, hey. ¿A quién le has pagado esa paleta? – Se la he dado a Chucky. El padre se fue malhumorado con su hijo. En tan solo una hora las paletas ya habían sido vendidas en su totalidad. Las estatuas miraban envidiosas el éxito de los famosos efímeros.