Wiñaypacha es una película que, desde su estreno, significó aire nuevo para nuestro cine nacional, tan plagado de películas concebidas como productos masivos, pero nulas en proposición cinematográfica. La ópera prima de Óscar Catacora (Puno) destaca no solo por tocar un tema tan descuidado últimamente como lo es la realidad del mundo andino, sino por el manejo magistral de su técnica en fotografía y edición de audio.
El film, de poco menos de hora y media de duración y totalmente hablado en aimara, se centra en la vida de Willka (Vicente Catacora) y Phaxsi (Rosa Nina), una pareja de ancianos que vive cultivando el campo, acompañada de un pequeño rebaño de ovejas y una llama. Ellos añoran el retorno de su hijo Antuku, quien vive en la ciudad y parece haber olvidado a sus padres en ese espléndido pero recóndito lugar a los pies del Allincapac. A lo largo de la película, la desgracia de los ancianos aumenta ante el desamparo de solo tenerse el uno al otro y la imposibilidad de movilizarse al pueblo, trajines imposibles debido a su avanzada edad.
La historia de ellos parece ser una analogía de la tragedia del abandono de los adultos mayores en los Andes, no solo de parte de los hijos o familiares que buscan la promesa del “progreso” en la ciudad, sino de un Estado que poco o nada hace para garantizarles calidad de vida o condiciones óptimas para preservar su cultura. Así, Antuku es una figura de esperanza para ellos, casi utópica debido a que la posibilidad de su retorno se debate entre la esperanza y la amargura del olvido. Casi como la figura del Estado para el hombre andino.
La película es casi documental. La tragedia en pantalla es altamente poética y contemplativa, un logro absoluto de la fotografía. Sin embargo, uno de sus puntos débiles es el guion. La historia, ciertamente, consigue que el espectador se sienta conmovido y en total empatía con la pareja de ancianos – que, sin ser actores, logran una interpretación digna de ser reconocida- pero lo logrado a ese nivel solo decanta en la lágrima anecdótica o la emotividad del drama. No va hacia ningún lado más allá. La historia parece no resuelta, forzada al punto final porque ya no hay más tragedia que achacarles a los desamparados protagonistas.
¿Es el destino del hombre del Ande morir de olvido y pena? Ojo que esta pregunta no tiene porqué ser respondida en una película, pero todo drama sabe mejor con algo de luz al final del túnel. Sin embargo, en términos generales, no hay duda de que la película es un logro del naturalismo más osado, ya lejos de ese tono idealizado del mundo andino de la escuela de Kukulí (1961), y mucho más cerca de la descarnada humanidad que se pierde en las alturas de nuestro país, la cual, ya viene siendo hora, deberíamos aprender a ver de cerca en nuestro cine. Necesariamente de cerca.