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La literatura post coronavirus

En tiempos en los que nadie puede compartir siquiera un abrazo, ¿cómo han cambiado las formas de compartir arte?

Son pocos los modos en que nuestro día a día no se ha visto alterado, sustituido, o desechado a causa de la pandemia de la COVID-19. Miles de negocios, quebrados alrededor del mundo por la imposibilidad de su atención al público. Una crisis que no ha discriminado entre grandes consorcios como Starbucks o Nike (la primera ha cerrado 400 tiendas solo en Estados Unidos y Canadá, la segunda ha registrando pérdidas de casi 800 millones de dólares en todos los continentes del hemisferio norte), o pequeños restaurantes de barrio, emprendedores de la industria textil; incluso, empleados con trabajos formales ven en sus contratos disminuciones considerables de salario. No existe, por esto, rubro que haya salido libre de alguna deformación forzada, mínima cuando menos.

Dentro de las áreas afectadas se encuentra una que, incluso sin crisis pandémica, tenía dentro de sí injerta una permanente escasez de flujo: el sector cultura. Especialmente en nuestro país, en el que, por ejemplo, el Ministerio de Cultura fue uno de los últimos en manifestar algún tipo de ayuda económica a los miembros que tiene bajo su protección, dejando pasar casi dos meses de iniciado el estado de emergencia y cuarentena antes de ofrecer solución alguna. Escritores sin librerías donde vender sus libros, artistas plásticos sin galerías para exponer, directores y actores de teatro sin tablas, productoras de cine sin poder juntar su equipo para grabar, orquestas sin músicos ni público. Todos estos representantes de las distintas manifestaciones artístico-culturales, sofocados ante la incertidumbre de cuándo podrían ­(y podrán, a la fecha) volver a trabajar.

Pero son estos mismos artistas quienes representan gran parte del sector creativo de la sociedad, por lo que una pandemia no podía dejar que se queden con los brazos cruzados, los bolsillos vacíos y sus estómagos hambrientos. El arte, como los tiempos, tiene intrincado en su naturaleza la facultad de cambio y adaptación, y eso es lo que hicieron.

Pese a que no es una novedad, sino un medio alternativo de utilizar su profesión de forma rentable, muchos escritores abrieron talleres en los que enseñan a escribir a internautas que, con el gran tiempo libre que provoca el desempleo o la evasión del tráfico, desean mejorar o aprender técnicas narrativas de primera mano. Autores como Alexis Iparraguirre, Javier Arévalo, Miguel Idelfonso y Juan Manuel Robles comenzaron a impartir clases para escribir cuentos, poesía o crónicas periodísticas. Este último, quien comenzó con talleres desde hacía muchos años, indica sus razones principales para llevarlos a cabo constantemente: le gusta y es una manera lícita de obtener dinero. Simple. ¿La virtualidad cambia en algo estos talleres? No mucho. Físico o virtual, el profesor siempre tiene que estar de pie, comenta.

Las presentaciones de libros, antes eventos tan ceremoniosos, con los autores sentados en una mesa junto a un par de comentaristas y el público lector acomodado en filas de sillas, dispuestas a lo largo y ancho de una librería, biblioteca, auditorio, o centro cultural; también han cambiado. El distanciamiento social nos impide el tener a tantas personas en un lugar. Pero también procura cierto lado positivo, pues, siendo optimistas, no mucha gente iba a las presentaciones. En su nueva faceta, con el uso frecuente del Zoom, un autor puede estar conectado desde España y transmitir a todo el mundo, tal y como lo hizo el nobel Mario Vargas Llosa con su nuevo libro: Medio siglo con Borges, con el que reunió a miles de espectadores que jamás habrían cabido ni en la más gran e infinita biblioteca que el argentino hubiese imaginado.

Las cuestiones literarias son negociables. Un libro se puede vender desde un estante como por internet. En papel como en píxeles. Pero hay otras formas artísticas que no pueden ser reemplazadas o digitalizadas. Al menos esto se creía. Una de estas formas es el teatro: entrar a una sala inmensa con butacas ordenadas una sobre otra, un altillo al frente y tablas de madera que, cuando sobre ella no se personificaban mitos griegos bajo un reflector, permanecían ocultas tras inmensas cortinas rojas. El teatro como experiencia de abstracción ante la representación de un drama, de una pequeña vida ficticia con actores que son y no son (al estilo del gato de Schrödinger) ellos mismos.

Para remediar esto, el teatro debe reinventarse. Mariana de Althaus, una de nuestras grandes dramaturgas y directora de teatro, se planteó una tarea difícil: llevar el teatro a cada hogar. O al menos una parte de este: “Lo que he hecho, para no sufrir tanto en esta experiencia, es no pretender hacer teatro. Es otra cosa. No pretendo llegar al nivel de profundidad al que aspiro en mi trabajo teatral presencial. Estoy tratando de usar los pocos recursos que tengo al máximo, y ver hasta dónde llega su capacidad expresiva, con menos expectativas”, manifiesta.

Durante la cuarentena, presentó al público una obra de teatro online. Un trabajo de ficción que vio la luz por primera vez a través de una videollamada y que únicamente podría hacerlo por ese medio, al ser un relato de pandemia meta-artístico: un ensayo para una obra de teatro virtual que deja salir a la luz los fantasmas que, tanto directora, actriz, y público, llevan dentro. De Althaus considera que existe algo fantasmal en hablarle a una persona que no está contigo físicamente, sino en una computadora. Además de hacer la comparación del nombre de su obra Fantasma, con los fantasmas con los que lidiamos: “El fantasma de la muerte, del futuro brumoso y angustiante. La enfermedad es también un fantasma que nos ronda día y noche, amenazante. En estos momentos vivimos en un mundo poblado de fantasmas de los que no hemos podido despedirnos”.