A mediados de marzo de este año, para ser exactos, el 15, el presidente Martín Vizcarra brindó un mensaje a la Nación: el Perú entraría en un periodo de aislamiento social y de cierre de fronteras para contrarrestar los avances de la pandemia ocasionada por el Covid-19. Ese mismo día, muchas horas antes, y despidiéndome de mi última semana de vacaciones antes de que empezara el ciclo universitario, yo tomaba un avión con destino a Cartagena.
En noviembre del año pasado, y como sin querer, una prima cercana me planteó la idea de viajar a Colombia. “Vamos a relajarnos del trabajo”, me dijo algo cansada. Yo también lo estaba así que accedí. La propuesta no tuvo mayor impulso con el pasar de los meses y para enero, ya había desechado la idea de un próximo viaje. Es a partir de febrero y gracias a una reunión familiar, donde la idea de viajar se volvió tocar, y esta vez, agregando a una tía cercana que nunca había salido del país. La idea se concretó el mismo mes cuando fui a una agencia de viajes y compré los paquetes. El trayecto era Lima-Bogotá-Cartagena, en la que la escala era de una hora y media. El hotel que queríamos era el Cartagena Plaza, el mismo que había visitado cuatro años antes como regalo de cumpleaños, y el que Quiny, la asesora de la agencia, no nos recomendaba ir por un mal servicio. De cierta forma buscaba que nos interesáramos por un hotel en específico, en lo que lo más memorable era una playa privada por el que se debía pagar 40 dólares más por persona y por día. No accedimos.
Era la segunda vez que visitaba Cartagena, y al conocer el lugar, en específico su verano con días de más de 300 C, decidí llevar lo más holgado y fresco en mi guardarropa junto a una camisa manga larga, que me ayudaría en la escala de Bogotá, que para ese momento se encontraba entre los 8y 15 grados Celsius. El domingo 15, en la madrugada, y sin aprobar lo que estaba haciendo debido a lo que él llamaría “exponerse en plena incertidumbre”, mi padre nos llevó al aeropuerto. Nuestro vuelo salió en las primeras horas de la mañana y llegamos a Bogotá antes del mediodía. La altura y el frío generaban un temblorcillo que tuvimos que ocultarles a las enfermeras que se encontraban revisando la fila de migraciones, tomando la temperatura y dando una hoja con un test sobre la relación del pasajero con el Covid-19. Preguntas como “¿tienes Covid-19?”, “¿Conoces a alguien o vives con alguien que lo haya sufrido?”, en mi caso, ambas respuestas eran negativas, pero hubieran sido mucho más fáciles de contestar si nos hubieran dado algo con que escribir. En el intermedio de la escala, y gracias a la vista que te dan las paredes de vidrio del Dorado, el aeropuerto de Bogotá, hice una nota mental sobre querer visitar este lugar en algún otro momento.
La ciudad estaba rodeada de edificios como el malecón Cisneros, con restaurantes con temáticas de casas cálidas y varias concesionarias de carros de marcas como Audi y Mercedes Benz, llegamos a Cartagena cuando la sensación térmica era de 380. Mi hotel quedaba frente a una playa, y en el último piso, el 18, contaba con una piscina con vista al mar. Vale decir que nunca llegué a ir a la playa o a la piscina. En el momento en donde casi lo hago, nos enteramos del mensaje a la Nación del presidente, y con esto, que teníamos menos de un día para comprar los pasajes y regresar. Al día siguiente, fui al aeropuerto a las 6am, y ya habían más de 20 personas allí. Al llegar a la ventanilla, y con una sonrisa en la cara, el encargado al servicio al cliente de mi aerolínea me dijo que ya no había pasajes sino hasta el jueves y que no podía hacer nada al respecto. Hubiera sido más creíble si es que no se hubiera hecho de conocimiento público que en su página web estaban vendiendo los pasajes sin escala, y que, de una tarifa normal de alrededor de 300 dólares por persona, pasaron a 1500. Y que muchos de ellos, pese a ver comprado los pasajes, se quedaron sin viaje por error del sistema.
Nos quedamos una semana en Cartagena, llenando encuesta tras encuesta, en la que el único contacto con alguien del Estado fue Rodrigo, el consejero del cónsul (este último estaba contagiado), y en la que vivíamos con incertidumbre porque en Colombia, a diferencia del Perú, los gobiernos funcionan parcialmente independientes. Si bien el presidente Duque daba una norma general, eso no impedía que por ciudades se agregaran ciertas normas específicas. El mismo lunes en el que nosotras buscábamos partir, era el día en el que el alcalde de Cartagena comunicaba que las playas, piscinas y tours estaban prohibidos para todos. El día en la que el consejero nos dijo que la ayuda solo llegaría a Bogotá, el alcalde comunicaba que se cerrarían las fronteras nacionales en dos días. No teníamos más remedio que viajar a Bogotá.