Lomo de corvina me recibe con olor a aceite y gasolina. Los talleres de autos y mototaxis son abundantes en la falda del asentamiento humano, pero desaparecen al caminar por la empinada ruta que lo atraviesa. Son las 7:24 de la mañana del 28 de junio. Han pasado dos meses desde el último desalojo policial contra más de dos mil personas que se instalaron en el lado oeste de Lomo de Corvina. La niebla es espesa. Rodea todo lo que se puede observar. Incluso las pequeñas chozas de esteras, cartones y plásticos que aún permanecen en el lugar.
El acceso hacia este asentamiento es dificultoso por su lejanía y, en gran medida, por las pocas entradas. No obstante, logré llegar al lugar por la Av. Agroindustrial (o la ruta E según la bodeguera a quien consulté sobre la entrada al asentamiento). Caminé dos cuadras más al terminarse el asfaltado de la avenida. Al lado de la primera entrada se encontraban tres policías, quienes desayunaban en un improvisado puesto al paso. Estos resguardan que ninguna persona entre a la invasión. Pero la necesidad puede más.
Al caminar por tres cuadras al rededor del muro que separa la invasión encontré una grieta. Ahí, el señor Orlando Gutierrez vigila quién entra y sale. Conoce a la mayoría de los invasores quienes, de manera clandestina, todavía permanecen en el lugar.
— ¿Usted cobra por esta labor?
—Claro. La junta pide 10 soles por cabeza para cuidar los lotes.
El señor Orlando se acelera. Se hace evidente que no quiere hablar conmigo, pero insisto.
—¿Cómo les afectó el desalojo en abril?
— Mucho nos afectó. Los que vinieron de fuera ya no querían quedarse. Solo se quedaron los de la zona.
Al entrar en confianza le pido el favor de entrar. Me lo otorga, pero “bajo mi responsabilidad”, me advierte. La improvisada entrada es un agujero en el muro, donde antes de la invasión se empleaba como basural. Me paralizo un segundo al ver lo inclinado del terreno. No hay gente a la vista. Bajo unos metros para observar si encuentro a alguna persona, pero sin éxito. Los lotes están marcados con tizas. Uno después del otro. Las chozas de esteras y plástico aún permanecen. En una de estas me encuentro con Sonia.
— ¿Usted vive aquí?
— No. Solo estoy para hablar con unos señores que quieren su terrenito también.
— ¿Por qué invadió esta zona? ¿No es muy peligroso?
— Sí, pero qué se va a hacer pues. No hay trabajo y estamos viviendo yo y mis dos hijas en un alquiler por acá nomás, pero no alcanza.
La voz de Sonia se entrecorta un poco al conversar con ella sobre los recuerdos de abril. “Fueron días duros. Nos acusaban de choros, incluso”, me dice.
Me retiro de la invasión. Al alejarme observo cómo algunos efectivos de la policía caminan por la entrada clandestina. Al ver al señor Orlando no le reclaman. Solo lo ignoran. Bajo por las calles del asentamiento humano. Los perros que resguardan sus casas me ladran. Uno de ellos me ataca. Trato de escapar hasta que su pequeño dueño lo llama. “¡Rex! ¡Ven, Rex! Diego y Carmen se me acercan y se disculpan. Diego me dice que le cortaron la luz y que por eso están jugando en la calle. Son las 11 de la mañana. Han pasado dos meses y 4 horas del último desalojo. Lomo de corvina me despide con la voz de un niño.