Crónica: Julio Lozano
Cuando uno comienza a conversar con María Cruz Centeno no podría imaginar el dolor que lleva dentro después de los días de aniego que sufrió el distrito de San Juan de Lurigancho a inicios de año. Antes de que todo sucediera, ella llevaba una vida normal. Desde muy joven, ella supo ganarse la vida con el esfuerzo de su trabajo. Cuando su cuerpo gozaba de fuerza, ella tenía muy claro que “uno hace la plata que quiere” y trabajaba largas jornadas desde que salía el sol hasta que se ponía.
Hora cero
El domingo 13 de enero María Cruz se levantó aproximadamente a las ocho de la mañana, le pidió a su esposo que vaya a comprar el pan y se dispuso a poner el agua y a preparar la mesa para el desayuno dominguero. Por ningún momento pasó por su cabeza que esa soleada mañana de verano sería el cruel inicio de una odisea terriblemente triste que dejaría más de una herida en su gentil corazón. Cuando volvió su esposo, notablemente alterado, eran casi las ocho y media, los demás integrantes de la familia seguían durmiendo, pero él despertó a todos y los reunió en la sala: el agua, como un silencioso guepardo que se arrastra por el suelo para atrapar a su presa, sin avisar, se encontraba ya en casa del vecino.
Probablemente algunos vecinos habían notado el inicio de la inundación, pero en realidad nadie le tomó importancia ya que era normal que hubiese pequeñas fugas de agua en la zona donde se ubica el Tottus de Los Tusílagos Oeste. Nadie imaginó que ese día sería diferente, que ese día una tubería rota pondría a San Juan de Lurigancho en los ojos de todo el país y en el corazón de los muchísimos peruanos que brindaron su ayuda a los damnificados.
Lucha o cae
Como si su ángel de la guarda le hubiese advertido de lo que pasaría, María guardaba algunos sacos de arena y grandes láminas de plástico en los pisos superiores de su domicilio. Estos fueron su escudo y su espada para defenderse de las feroces garras del guepardo que amenazaba con destrozar todo lo que con esfuerzo había conseguido para su familia. Al principio la batalla era pareja. El agua llegaba de manera masiva, como el mar golpea la costa, el agua de desagüe golpeaba los sacos de arena que se imponían en la defensa de la casa de María Cruz. Los más jóvenes y fuertes de la familia eran quienes colocaban los sacos y trataban de evitar que la turbia oleada de agua se filtrase en su hogar, pero María no podía quedarse sentada esperando que la defiendan. Ella no era así, toda su vida había luchado por los suyos, esta vez no sería diferente. Llenó de energía su maltratado cuerpo y comenzó a apoyar en las labores de contención, luego, al observar que poco a poco sus defensas iban perdiendo terreno, empezó a retirar los objetos más cercanos a la puerta para que no sufriesen daño alguno.
Punto de crisis
La desesperación se apoderaba de María y su familia, a pesar que los sacos de arena y las láminas de plástico habían contenido dignamente los irreverentes azotes del agua de aniego, el siguiente ataque llegó desde dentro de casa. Cual caballo de Troya, el inodoro era ahora la fuente por la que brotaba ferozmente el agua. Con un ataque desde adentro, las esperanzas estaban perdidas y la derrota era un hecho inminente. Ya no tenía caso defenderse, era momento de aceptar que no podrían ganar esta batalla y que era mejor evitar el mayor número posible de bajas. Rápidamente María y su familia empezaron a recolectar todos los insumos y abarrotes que se encontraban en el primer piso a merced del inclemente aniego. En tinas, trataban de subir todo lo que encontraban al paso, incluso, como última medida, hicieron un extraordinario esfuerzo y pusieron la cama de María – solo ella dormía en el primer piso – sobre unas sillas, sin saber las colosales dimensiones que alcanzaría el desastre. Impotentes, María y su familia emprenden la retirada hacia los pisos superiores. Sin embargo María no solo sufría la desesperación de ver como sus cosas eran bañadas por la sucia agua que parecía querer inundar el mundo, todos los esfuerzos realizados hasta el momento habían recrudecido la lesión que tenía ella en la rodilla izquierda. Esa lesión que le había acompañado casi la mitad de su vida, con la que ya mantenía casi una relación cercana en la que sabía qué podía hacer y qué no, era ahora su mayor obstáculo para resguardarse con tranquilidad.
De la vida como una lucha con dolor, pero con alegría
María Cruz Centeno nació en Trujillo, en 1950, de padres humildes, siempre estuvo acostumbrada a luchar por tener qué comer cada día. Quizá sea esa constante pugna por la supervivencia la que desarrolló en ella ese noble corazón que la caracteriza. Cuando llegó a Lima se instaló en un pequeño cuarto alquilado. El cuarto era frío, no contaba con ninguna comodidad, pero María, con su amor de madre, se encargó de convertirlo en un hogar para que sus dos pequeños tuviesen donde resguardarse del frío limeño. Dicen que Dios le da las batallas más difíciles a sus mejores guerreros, y María, quien es muy creyente y devota de San Isidro Labrador, parecía saberlo. Cuando la desalojaron de este pequeño cuarto porque no le alcanzaba para pagar la renta, se vio obligada a vivir en la vía pública con sus hijos. En el cruce de Atocongo con Chavez, María pasó 6 meses tratando de conseguir un trabajo estable que le permita alquilar nuevamente un cuarto en el que pueda vivir con sus pequeños. Cuando decidió probar suerte en el centro de Lima, consiguió un trabajo cargando frutas. Una mujer recia como ella no tenía problemas con realizar este tipo de labores, pero un día, en un corto momento de distracción, María tropezó y cayó sobre su rodilla izquierda. No solo era su peso y el impulso de la caída los que determinaron la fuerza del golpe, María cargaba sobre sus hombros una cesta llena de frutas. Con el peso adicional que cargaba, el golpe le destrozó la rótula e inexorablemente tenía que guardar reposo un tiempo para poder brindar los cuidados al yeso que le habían puesto. Pero ella tenía que trabajar. No podía darse el lujo de descansar cuando sus hijos le decían que tenían hambre y ella no tenía algo que darles, simplemente le destrozaba el corazón. No había pasado la mitad del tiempo de reposo que le indicó el doctor cuando María decidió agarrar un serrucho y quitarse el yeso para poder salir a trabajar. Cuando joven, ella se ponía anestesia en la rodilla y podía moverse casi con tranquilidad, pero ya entrada en edad le tocó padecer las malas decisiones – quizá se les podría llamar “actos de amor – que tomó con su lesión. Ya no podía moverse como siempre, se vio obligada a usar bastón y ya no sentía la fuerza para caminar tanto. Pero eso no le impedía seguir trabajando para darle un mejor futuro a sus hijos. Luego de su lesión, juntó un poco de dinero y comenzó a vender menú afuera de lo que hoy es la Corte Superior de Justicia de Lima, ubicada justo en frente del Parque Universitario. Su excepcional sazón trujillana la hicieron ganarse el estómago de los miles de transeúntes que pasaban a diario, quienes esperaban a que llegase para poder deleitarse con los exquisitos platos que María preparaba. Con un ingreso casi estable, María decidió comprar una casa en San Juan de Lurigancho, en la calle Las Hebeas. Era imposible imaginar que sería esa la casa donde sufriría uno de los momentos más tristes de su vida.
Prisionera en su propia casa
Incapaz ya de hacer algo más, María Cruz no tenía más remedio que, desde las escaleras, ver como en el primer piso se había formado la piscina de barro, agua y sus cosas. Ver todos los muebles embarrados con el fétido líquido era terrible para una mujer que había puesto todo su esfuerzo y dedicación en cada año de trabajo, en cada nuevo sol ganado, en cada hora extra, todo por sus hijos. Todo el piso cubierto, las dos refrigeradoras inundadas hasta casi un metro de altura y el balón de gas flotando a la deriva representaban una escena, cuanto menos, desgarradora para María. Nadie despierta preparado para algo así, nadie despierta en la mañana y dice “hoy es el aniego, será terriblemente desastroso”. El día transcurría como una montaña rusa, luego de cuesta con la soleada mañana del domingo, tocaba la pendiente del descenso – que estaba inclinada, parecía más bien un carril completamente vertical – que la arrojaba al fondo del abismo y no parecía que pararía pronto.
Si luchas, puedes ganar o perder; si no luchas, solo pierdes
Habían pasado ya algunas horas y parecía que la ayuda nunca llegaría. La señora Cruz había luchado tanto como pudo y hasta donde su fuerza y su edad le permitieron. Pero cuando una persona se siente acorralada, derrotada y perdida, llega un momento en el que salen fuerzas de donde sea, ya no importa en lo más mínimo el dolor y se pierde completamente el miedo a la adversidad. Es un todo o nada.
En un arrebato de valor, un sobrino de María se adentró en las oscuras aguas que reposaban en el primer piso de la vivienda. Se disponía a abrir la puerta para botar el agua. Los sacos de arena seguían ahí, no permitían que entrase mucha agua, pero claro, también hacían de muro de contención para el agua que ya estaba adentro. Cuando el joven abrió la puerta se encontró con un paisaje desolador: toda la calle se encontraba completamente inundada. Parecía una vulgar recreación de las calles en Venecia. Solo que nadie estaba adaptado a un hecho semejante.
No eres uno sin los otros
Es en ese momento que María se dio cuenta de la magnitud del asunto. Ella había estado luchando arduamente para mantener su casa a salvo, tuvo la suerte de advertir tempranamente la situación, sin embargo, muchos vecinos simplemente despertaron y encontraron todo el primer piso completamente inundado, nunca tuvieron tiempo de resguardar algunas cosas, de llevarse a los niños o de siquiera, si se puede, prepararse psicológicamente para afrontar el desastre. Habían recibido un baldazo de agua fría ni bien abrían los ojos.
María no podía creer lo ciega que había sido. Se había concentrado solo en ella y ni siquiera había pasado por su cabeza avisar a los vecinos. No podía quedarse sin, de alguna manera, tratar de apoyar a los vecinos que en verdad habían sufrido grandes pérdidas. Así que empezó a enviar galletas y algunas frutas que logró rescatar a los vecinos de al lado, quienes ni tan siquiera habían podido desayunar en medio del ajetreo.
Entonces, llegó la ayuda (?)
Ya eran más de las cuatro de la tarde, el susto había pasado, pero la incertidumbre seguía remanente. Encontrarse cual pequeño velero naufragando por un mar de agua con estiércol y basura, evitaba que María pudiese tranquilizarse. El cielo estaba despejado, el sol golpeaba con sus potentes rayos los techos de las casas inundadas y el tiempo era caluroso, pero era un día gris. Habría sido una bonita oportunidad para ir al parque a jugar con los nietos, a pasar una tarde de domingo tranquila, almorzar algo rico y ver televisión por la tarde, pero toda la urbanización estaba encerrada en sus casas, algunos ni siquiera habían desayunado y qué sorpresa era ver que en el noticiero dominical comenzaban a aparecer sus viviendas. Las calles que tantas veces había cruzado a pie para ir a comprar al mercado parecían ahora querer ser cruzadas en bote a o nado, pero no caminando.
María y su familia pasaron un par de días navegando a la deriva, entre el hambre y el miedo el tiempo pasaba muy lento, los minutos se hacían horas y las horas días. Cuando llegó el personal de Sedapal para evaluar la situación de los damnificados, el estado era crítico. Ya habían cortado la luz y no había agua potable, si habrían el caño salía agua marrón que apestaba. Eran condiciones infrahumanas por las que nadie debería pasar, mucho menos personas como María.
Si algo la afectó notablemente fue la poca humanidad que manifestaron los agentes del orden. Solo pasaban a registrar los daños y el número de personas. No tenían en cuenta la edad de los ciudadanos afectados, el estado de salud ni tan siquiera el estado emocional en que se encontraban.
A partir de ahí les empezaron a llevar almuerzo y desayuno todos los días, puntualmente. Comenzaron a hacer interminables colas para recibir un balde de agua, pero aún quedaban algunas cuestiones por resolver: ¿qué pasaría con todas las pérdidas materiales?, ¿las repondrían?, ¿quién era el culpable de todo?, y ¿cuándo acabaría?
Estado de emergencia
Cuando llegó la ministra del Ambiente, Fabiola Muñoz – que ejerce como ministra de Agricultura y Riego desde marzo del 2019 – las familias solo querían que todo eso acabe. Junto la Policía Nacional del Perú, la ministra pasó de casa en casa registrando los daños y haciendo que cada familia tire a la calle todos los objetos que habían sido tocados por el aniego. Eran objetos infectados que podrían generar un cuadro de infecciones y enfermedades que solo habrían tornado más crítica la catástrofe. Cuando llegó a la casa de María Cruz, le pidió que bote a la calle objetos de gran valor: sus dos refrigeradoras, juegos de comedor e incluso costosos materiales del consultorio de podología que su hija había instalado en el primer piso.
María se despojó de todos esos objetos sin mayor problema, sin embargo cuando agentes de la PNP le solicitaron que tirase también una pequeña repisa con todos los objetos que se encontraban dentro, fue cuando se destrozó su corazón. Ha pasado casi medio año de los fatales sucesos, pero cuando María recuerda específicamente este episodio, vuelven a brotar lágrimas en sus ojos. Ella es una mujer muy amorosa y sentimental, no le importa el valor monetario de los objetos, pero hay algunos que guardan para ella un valor emocional que no podrían repararse con un cheque en blanco. Con profunda tristeza, como si al botar los zapatitos que usó su nieto para su bautismo, botase también cada sonrisa, cada abrazo y cada hermoso momento vivido, María se vio obligada a acceder a las peticiones de los agentes, botó cada objeto que en potencia podría desencadenar infecciones y quedó solo con los recuerdos en su memoria.
El tiempo vale más que el dinero y la alegría, muchísimo más
El agua ya había casi desaparecido, aunque apestaba terriblemente a desagüe y basura, los ciudadanos que ahí vivían ya se habían acostumbrado al asqueroso olor.
Sedapal le había cambiado a todos los enchufes de tomacorrientes y se había reestablecido la energía eléctrica en el distrito, pero seguían sin tener agua potable para asearse o cocinar. Las inmensas colas se seguían formando todos los días y no había manera conseguir olvidar el miedo y la zozobra vividos hace tan solo unos días. Las pequeñas fugas de agua, antes comunes, eran ahora símbolo de alarma entre los vecinos quienes temían volver a pasar por los mismos padecimientos.
A María le devolvieron poco dinero del total que había perdido. Pero simplemente fue imposible devolverle la alegría, el tiempo perdido, la salud y mucho menos pudieron, ni podrán, devolverle la tranquilidad y la seguridad de que nunca más tendrá que vivir algo así.