9 de la mañana, 29 de enero. San Francisco de Pujas mira al cielo y el cielo es gris. En este pueblo, ubicado a cinco horas de Huamanga, la capital de Ayacucho, todavía no ha salido el sol con todo el dorado de su alma. Su plaza -sencilla pampa de tierra con un pequeño jardín multicolor en el medio- se ve, extrañamente, ocupada por unas cuantas camionetas, con un inusitado ajetreo de personas en chaleco. Frente al jardín está la iglesia, curiosa construcción pintada de celeste y amarillo, que a esta hora tiene la puerta abierta y alberga en su interior catorce féretros dispuestos en mesas blancas, formando una U frente a una cruz.
Luego de 37 años, la gente sencilla de este pequeño centro poblado, recibirá de manos de las autoridades, los restos de sus familiares asesinados durante la matanza conocida como “Río Blanco”. La última vez que los vieron, todavía ellos respiraban, comían, soñaban y amaban; estaban vivos. La última vez que los vieron, aquel jueves 12 de mayo de 1983, Sendero Luminoso se los llevó bajo amenaza para no regresarlos nunca más. Muchos años después encontraron sus restos en una fosa común cerca al río Pampas, del lado de Apurímac.
En 1983, el “reclutamiento forzoso” de Sendero, arrasó con la vida de esposos, hijos, nietos, sobrinos. Recién en 2020, sus restos son devueltos a sus familiares. Foto: Comisedh
12 de mayo de 1983: Secuestro y masacre
Todo comenzó un jueves, eran las cinco de la tarde. De pronto, un grupo de hombres armados, feroces lobos, llegaron de entre las montañas y se pararon en la plaza del pueblo. Eran los senderos, tal como los lugareños suelen llamar a los integrantes de Sendero Luminoso, aquel grupo armado que ese 12 de mayo de 1983 llevaba ya tres años una lucha armada y cruel. Aquel jueves hicieron lo que tantas otras veces sería conocido con el nombre de “reclutamiento forzoso». Tomaron, según testimonios de los sobrevivientes, entre 26 y 30 personas que en su mayoría eran hombres jóvenes, esposos, hermanos, tíos y, al menos, dos mujeres en edad escolar.
Los reunieron en el centro de la plaza, donde ahora existen las flores y donde tanta muerte sería presenciada en sus maneras más atroces. Ni el llanto de las mujeres, ni los rostros de temor de los hijos, conmovieron a quienes pensaban que hacían la revolución mundial en lugar de solamente matar y morir cubiertos de terror. “No sé adónde los llevarían los terroristas, hasta ahora no se sabe», dice Valeria Zea Soto, entonces una mujer joven y hoy aún una mujer aterrada por lo que sucedió aquella tarde. Victor Gaudencio Guevara, su esposo, fue uno de los secuestrados. Veintinueve personas partieron aquella vez, entre amenazas y golpes. Lo que sucedió después, según investigaciones de la Fiscalía y de la no gubernamental Comisión de Derechos Humanos (Comisedh), que asumió la defensa legal de las víctimas, es una travesía de tres días. La caravana compuesta por senderistas y pobladores de San Francisco de Pujas llegó a la comunidad campesina de Cusi, donde se reunieron con otro grupo de senderistas y procedieron, según era lo usual, a aprovisionarse de víveres y hoja de coca.
“‘No somos senderos, somos reclutados’, decían mientras eran obligados con violencia a escarbar la tierra y a enterrar los cadáveres. Hubo miedo, gritos y súplicas, pero al terminar el entierro forzado fueron asesinados con un tiro de gracia”.
Cuando al fin se retiraron de Cusi, la Guardia Civil fue alertada. Corrió la voz de que un gran grupo de senderistas cruzaba las montañas. Entonces se formó un contingente policial de búsqueda en el que participaron no solo efectivos destacados en Ayacucho, sino también en Andahuaylas, Apurímac. Entre la geografía implacable de la tierra serrana, en medio de los árboles, las retamas y las piedras, los disparos llegaron como relámpagos cuando los dos grupos chocaron y se enfrentaron. Los mandos senderistas murieron en el combate, sobrevivieron algunos rendidos –entre los cuales estaban los reclutados– y solo tres personas lograron escapar de la masacre. Los muertos y los vivos, después, empujados por el fusil de los policías, fueron conducidos a las cercanías del río Pampas, que separa Ayacucho de Apurímac con sus turbias aguas grises. La voz de un mando policial, quien sería el comandante de la Guardia Republicana, Rolando Cabezas, ordenó a los sobrevivientes cavar una fosa para enterrar a los muertos. Es posible imaginar aquí los intentos de salvarse: “no somos senderos, somos reclutados», decían mientras eran obligados con violencia a escarbar la tierra y a enterrar los cadáveres. Hubo miedo, gritos y súplicas, pero al terminar el entierro forzado fueron asesinados con un tiro de gracia, y arrojados con los demás caídos. Ocultados, enterrados. Treinta y siete años más tarde, los restos de estos pobladores regresaron a San Francisco de Pujas, donde muchas cosas cambiaron.
37 años después: El regreso
Cuando las lágrimas se convirtieron en grito, cuando la violencia cambió en las personas los gestos de resignación por el deseo de una lucha incesante, llegó la denuncia. El caso comenzó a investigarse a partir del año 2001, dos años antes de la publicación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación , en el que no se documentó el caso Río Blanco. Las investigaciones, las diligencias, la búsqueda y el registro de los testimonios duraron hasta el 2008, año en que se halló la fosa común en las cercanías del río Pampas. Victoria Ochoa estuvo allí, buscaba a su esposo Exaltación Rivera Rojas, fue la única vez que participó de una exhumación y, según sus palabras, “hubo más dolor que alivio”. Se exhumaron 25 de los 26 cuerpos de las víctimas identificadas en la denuncia ante el Ministerio Público, que se formalizó el 4 de enero de 2008.
Pero el camino legal fue sinuoso. El caso se hallaba en una fiscalía de Abancay y recién en 2014 fue derivado a la Primera Fiscalía Penal Supraprovincial de Ayacucho, para que 25 cuerpos lograran ser identificados. Sin embargo, durante 12 años la tecnología para identificar restos en descomposición avanzada no estuvo al alcance de los familiares ya que recién en mayo de 2019, con la implementación de un laboratorio de ADN en Huamanga, se pudo dar algunos pasos ligeros para que al fin los restos -no sólo del caso Río Blanco, sino también los de otras localidades de Ayacucho- fueran identificados. Solo entre fines de 2019 y enero de 2020 se lograron restituir 21 cuerpos, incluyendo 14 del caso Río Blanco y uno más que no pertenecía a San Francisco de Pujas y que permanece como NN. Antes, entre 2012 y 2015, se había logrado identificar otros cuatro cuerpos.
Ha sido una larga espera dolorosa. Por eso, aquella mañana del 29 de enero último, se escuchaba entre los pobladores una frase: “Ellos (los asesinados y sus restos) han querido regresar, 37 años después, han querido regresar”. En el aire se sentía el consuelo del reencuentro.
A las 9:10 de la mañana, la campana del pueblo empieza a cantar en señal de reunión; es la llamada que indica el inicio de la ceremonia en la que los cuerpos del caso ‘Río Blanco’ serán devueltos a sus familias. Fuera de la iglesia, en la plaza, junto al local comunal, Marina Mendoza, hermana de una de las dos mujeres reclutadas el 12 de mayo de 1983, Adalberta Mendoza Gutiérrez, llama a todos para el desayuno. Esta mujer, junto con otras, va vigilando que cada uno de los presentes reciba su caldo de gallina. Marina, hoy una mujer de varios años, solo sabe que Adalberta era su hermana, que se la llevaron cuando estaba en el colegio y que quien seguía de cerca el caso era su madre, fallecida hace dos años. El sol sigue sin salir y las nubes grises se pasean en las alturas, despacio.
Minutos más tarde, la campana vuelve a sonar; esta vez los familiares se trasladan al interior de la iglesia. Toman sus asientos. Se ha instalado un parlante, por el cual, Henry Mercado, abogado que dirige el área legal de la Comisión de Derechos Humanos (Comisedh), organización no gubernamental que acompaña la defensa legal de las víctimas, advierte que la ceremonia va a empezar. Casi a las 10 de la mañana, se pasa lista de cada uno de los familiares. La ceremonia comienza con los discursos de Valeria Zea Soto, quien quedó viuda durante la masacre y es una de las personas representantes de los deudos del caso ‘Río Blanco’. y Odelia Pizarro Zárate.
“Cuando murieron, lloramos, cuando exhumamos, lloramos, y ahora seguimos llorando en el entierro, ojalá que sea la última vez”.
“El pensamiento Gonzalo nos ha matado a todo Ayacucho”, reclama Odelia al referirse a los terroristas. Y prosigue: “En 1981 empezaron a morir dos personas en este pueblo. en el 82 habían más desconocidos en este pueblo. en el 83 habían más, pero se desaparecieron (…) y se llevaron a nuestros hermanos a Río Blanco”, narra mientras se le quiebra la voz. Sus palabras son precedidas por el discurso de los representantes de la Dirección de Búsqueda de Personas Desaparecidas, de la Fiscalía Supraprovincial de Ayacucho, de la Cruz Roja Internacional y de Comisedh. Al término del protocolo, se llama a los asistentes y se les toma una fotografía en el centro de la iglesia, junto al nombre de su familiar desaparecido frente a ataúdes blancos, donde reposan los restos de las víctimas.
El arpa, el violín, las lágrimas y los cantos, que en quechua son más hondos, los acompañan en el recorrido hacia el local comunal donde los restos serán velados durante toda la noche. De pronto una lluvia suave comienza a caer y conmueve el corazón. Las montañas, el viento, los árboles. Pájaros, retamas y piedras. Todo los observa y los sienten, de alguna manera, felices por el regreso y el descanso. La música en la sierra lo acompaña todo. A medida que avanzan, el violín es más intenso, el sonido del arpa es más sentido. ‘Coca Quintucha’ se entona en la voz de las mujeres y es imposible no llorar, aún cuando se es un forastero. Una vuelta, dos vueltas alrededor de la plaza, y luego al local comunal. Por fin han regresado.
“Cuando murieron, lloramos, cuando los exhumamos, lloramos y ahora seguimos llorando en el entierro, ojalá que sea la última vez”, dice Odelia Pizarro, afuera del local comunal. Los preparativos para la noche, empiezan.
Los nichos se cierran
Convoca.pe conoció en el año 2018 la historia de los “Nichos Vacíos”, dos construcciones de 16 nichos cada una, ubicadas en en el cementerio del centro poblado San Francisco de Pujas. Aquellos nichos fueron construidos el año 2009, cuando los familiares de los asesinados, ya habían sufrido el trance de la exhumación de sus restos, un año antes. Tuvieron que pasar 11 años desde su construcción, para que -luego de irse desgastando con el tiempo- la esperanza de ver esas tumbas llenas, llegara a buen puerto. El 30 de enero, después de ser velados, los 14 cuerpos entregados en los actos de armado y restitución. los días 28 y 29, salieron junto con el resto del pueblo hacia la cima, a encontrarse con los nichos.
La subida duró al menos tres horas. A mediodía, los cantos, el inseparable violín y la dulce arpa, llegaban con el resto de personas al cementerio. Los féretros blancos, cada uno con un nombre pegado en la base, fueron colocados al frente de los nichos y rodeados por los familiares. La chicha, la comida y un ambiente sereno, ligeramente festivo, fueron tomando la tarde. En una carretilla se preparaba la mezcla de cemento que sellaría los nichos. Cada ataúd fue subido uno a uno, entre lágrimas y cantos. Cuando un ser amado está perdido, también se pierde el que lo ama; el mundo se vuelve un canto vacío y la búsqueda, la razón de una extraña y dolorosa existencia. Hacía las tres de la tarde, la ceremonia había concluido, sin embargo los pobladores permanecieron en el cementerio, muchos en paz y otros con la herida abierta.
A cada paso se escuchan relatos. Como los que cuenta Martha Ochoa García, una mujer que tuvo que huir el mismo año de la matanza de Río Blanco. Su marido, Pelagio Soto, era gobernador del pueblo. Ambos, ante las insistentes amenazas de Sendero Luminoso, y los crecientes hechos de violencia, tuvieron que irse dejándolo todo. “A pedradas mataban acá mismo en la plaza de Pujas, brazos, piernas cortaban y hacían arrastrar”, recuerda. Relatos como el de su hermano, Valentín Ochoa García, que en 1982 se escondió en los montes, para no ser asesinado por los terroristas y a quien, en un acto de crueldad, le arrebataron a su esposa, Juanita Luisa Ramírez Chávez y a Rafael Ochoa García, su hijo de pocos meses de nacido. “Nada se sabe de ellos, mi hermano ha buscado, pero ya está muerto le dijeron y nunca más ha vuelto por acá», dice Martha.
Los nichos vacíos de Río Blanco se cierran, es cierto, pero hay quienes relatan que en este pueblo se asesinó a más de cien personas y hubo casi novecientas familias desplazadas por miedo a morir a causa de los “dos lados”: Sendero Luminoso y los agentes del Estado. Mientras no se encuentra a los demás desaparecidos, la herida seguirá sangrando día con día, como una profunda puñalada de olvido e impunidad.
(*) Texto extraído de Convoca.